[Feminismo. Mariela Gouiric. Culpa. Mujer. Minifalda. Gritos. Piropos. Chimamanda Ngozi Adiche. Sexo. Derechos]
por Emilia Pioletti (@milipioletti)
Ilustraciones: Cho Bracamonte (@chobracamonte)
Quedate tranqui.
No sos zorra, ni putita. Ni te gusta que te
bajen los dientes.
Creeme
se puede levantar una
ciudad
en ruinas.
—“Ley 26.485”, Mariela Gouiric, 2012
De coger. De no coger. De no querer coger. De sentir placer. De no sentir placer. De ser madre. De no ser madre. De decidir no ser madre. De abortar. De trabajar. De no trabajar. Pero vos qué hacías para que él te pegara.
Culpa. Los manuales de psicología dicen que la culpa es la experiencia disfórica que se siente al transgredir las normas culturales, religiosas, políticas, familiares, de un grupo de pertenencia. Porque un sistema de opresión perfecto, lleva dentro también el mecanismo de su propia reproducción y supervivencia: la idea de transgresión y la culpa como forma de sujeción.
El feminismo vino a sacarnos esa mochila llena de yunques de plomo, rosarios pesados como collar de melones, oraciones a un dios castrador hechas de hierro macizo, ideas de mierda en forma de pesas de dieciocho millones de toneladas. Esa mochila no es tuya. Revienta la espalda, destruye la cintura. No es tuya. Tira el ciático, lastima los hombros. Soltala, en serio: no es tuya.
Que si te gritan en la calle, no es que tu pollera es muy corta. Que si te abusan no es culpa de lo que tenías puesto. Que si tu marido te pega no es porque no lo esperaste con la comida. Si tu jefe te manosea no es porque vas a la oficina muy provocativa. Que si te pagan bien (que en el hilarante glosario del sistema laboral machista, en realidad quiere decir lo que le corresponde por derecho laboral) no, no te cogiste a nadie.
O sí, pero te cogés a quién querés, cuando querés y dónde querés, porque tu cuerpo es tuyo y podés hacer lo que se te canten los ovarios.
Y, una cosita más: no tenés que ser demostrar el summum del talento sólo por ser mujer. Reclamamos también el derecho a ser como somos, sin tener que demostrarles el doble y evidenciar sin parar nuestra valía y nuestros títulos y nuestros logros, sólo porque somos minas.
La culpa no es más que el peligroso mecanismo de respuesta de un sistema de creencias tan internalizado que se toma como valor de verdad. La culpa es la sensación de haber obrado mal respecto de algo hegemónicamente legitimado y de merecer el castigo.
La culpa es muy amiga de la vergüenza. Quizás sean primas o hermanas. Como dice Chimamanda Ngozi Adiche en su libro Todos Deberíamos Ser Feministas, las mujeres hemos sido criadas sintiéndonos inherentemente culpables de algo. “Enseñamos a las chicas a tener vergüenza”. “Cierra las piernas”. “Tápate”. Les hacemos sentir que, por el hecho de nacer mujeres, ya son culpables de algo. Y lo que sucede es que las chicas se convierten en mujeres que no pueden decir que experimentan deseo. Que se silencian a sí mismas. Que no pueden decir lo que piensan realmente. Que han convertido el fingimiento en un arte.
Entonces, cuando esa mochila está que explota de reglas arbitrarias, violentas y opresoras, de la prohibición del goce, de un sistema capitalista, blanco, colonial, eclesiástico y patriarcal no tenemos por qué cargarla.
El patriarcado es el sistema de poder hegemónico que nos legisla desde que el humano se enderezó y empezó a caminar en dos patas. El humano hombre. Porque no he visto en libros de biología que la evolución estuviera representada por el cuerpo de una mujer, ¿no? Este sistema es perfecto porque se trama con el sistema de capital y la primacía de la mercancía, con el poder eclesiástico y su perorata de los pecados, y encuentra su reaseguro de reproducción y continuidad en una diversidad de instituciones, mercantiles, ejecutivas, legales y jurídicas. Estos sistemas, fortalecidos por el monopolio de la violencia controlado a través de un aparato estatal-burocrático, eclesiástico y comunicacional, funcionan a la perfección, tic-tac, como un relojito suizo.
Funcionaban. Porque el feminismo viene a cuestionarlo todo. Como dice Diana Maffia, para ser feministas sólo tenemos que poder percibir que las mujeres se encuentran en desventaja, considerar que eso es injusto y actuar en consecuencia para revertir esa injusticia en la cual la diferencia sexual se traduce en desigualdad social Como ven, nadie invadió Polonia ni tenemos gente encerrada en campos de concentración.
Las revoluciones molestan porque ponen en jaque privilegios y eso enoja. Porque la justicia social genera miedo. Porque trabajar por la igualdad cuando estamos rodeados de amplios sectores de la sociedad que no quieren igualdad, jode. Entonces disculpen si tomamos las calles, pasa que nos asesinan cada 29 horas. Disculpen si pintamos una pared, pasa que hay 500.000 abortos por año, es la primer causa de muerte materna y volvió a perder estado parlamentario porque nadie la trató. Disculpen si cantamos a los gritos, pasa que a los 12 años la mayoría de nosotras ya recibió acosos callejeros de todos los colores. Disculpen si marchamos, es que hay un techo de cristal que no nos dejan romper. Disculpen si militamos, pasa que la pobreza tiene cara de mujer.
Y disculpen si acaparamos el prime time de un canal, sucede que aunque usted no lo crea, las revoluciones no se hicieron pidiendo permiso. Porque la gravedad de los tiempos justifica la gravedad del tono. Porque el patriarcado nos llenó de culpa desde que nacimos con una concha o desde que decidimos que nuestra sexualidad no iba a entrar dentro de los cánones binarios y que íbamos a disfrutar de nuestro cuerpo con libertad. Sufrimos. Sufren los cuerpos feminizados, las trans, las putas, las mujeres de los sectores populares, las lesbianas, las mujeres indígenas, las negras, las mujeres con diversidad funcional. Sufren. ¿Se entiende? Sufrimos.
En 2006, en Bariloche, cuando fui a devolver unas botas de nieve, el que atendía el local de alquiler me hizo pasar a dejarlas en el depósito, me arrinconó contra la pared, me agarró de la cintura, me apretó contra él y me dio un beso en la boca. Fueron unos segundos pero para mí fue eterno. Yo tenía 17 años, él habrá tenido cerca de 45. No entendía. No lo conocía. Era la primera vez en mi vida que lo veía.
Volví al hotel sintiéndome sucia como siempre que te sentís culpable por algo que tiene que ver con tu cuerpo. No se los conté a mis compañeras. Ni ahí ni nunca hasta hoy. Tuve mucha vergüenza. Pensé que había sido mi culpa. “Es que fui demasiado amable”, pensaba. ¡Demasiado amable! ¿Saben cuándo me di cuenta de lo que había sido? En 2016, en el marco de la 2° Marcha Ni Una Menos. 10 años después. No juzguemos jamás la forma de denunciar de una compañera, ni el tiempo que se tome para identificarlo. Porque son fichas dolorosas que caen a su ritmo, pero cuando caen hacen un estruendo descomunal. Una década después, yo me deshice de la culpa gracias a mis compañeras de ruta y las postas que de a poco nos fuimos pasando para construir un mundo que valga la alegría ser vivido.
Llegamos para quedarnos y vamos por todo.
Vengan.
Y con la culpa, a otra parte.
Sin culpa mirá como se viene todo abajo:
Se caen las chapas, se derriten los vasos.
El calor explota las copas en la vitrina fuera de moda.
Se incendian los tapizados de las sillas
retapizadas con la misma tela
con las que cosiste las cortinas
con tus propias manos
mientras todos dormían.
Quedate tranqui.
No sos zorra, ni putita. Ni te gusta que te
bajen los dientes. Creeme
se puede levantar una
ciudad
en ruinas.