[Santiago Chano Moreno Charpentier. Jorge Luis Borges. Felicidad. Tan Bionica. Claramente. Clara. Tristeza. La moneda de hierro. El remordimiento. El sur]
por Dani Gus Bardo (@danigus37)
¿Qué más tienen en común Chano Moreno Carpentier y Jorge Luis Borges -aparte de la tragedia de ser argentinos, ese resabio de nostalgia de tango que excede al género- sino la obstinación de la esperanza en la felicidad?
Chano.
La felicidad (tal como los otros estados que atravesamos) es interpelada -cuando no inventada- por las artes, mucho más que por los manuales de autoayuda o los coach virtuales. Esto es sabido: la sabiduría y el arte no han sido superados por la ciencia ni la tecnología. En Epicuro o en ciertos estoicos podamos encontrar quizá más consuelo que en un psiquiatra, y una canción pop puede despertarnos el satori que meses de yoga online no lograron. Y ya que hablamos de cantautores pop nacionales hablemos de su último maldito: Chano.
Sus vaivenes no son novedad; quizá lo sea el hecho de que el puesto de rockstar nacional descontrolado sea ocupado por un cantante pop – puesto vacante hace años, desde que los últimos héroes del rock cayeron en la cárcel, la vejez, la condescendencia o el olvido-. Lo que importa: Chano Charpentier reaparece. Regresa luego del incidente que lo deja hospitalizado, herido de bala, tras su estadía en una clínica de rehabilitación y da su show en el Luna. Hay clima de renacimiento. Hay un momento intimista. Hay un televisor en el suelo, que a mí me remite a Charly García, en su época de aerosoles y whisky. Entonces el cantante se ¿confiesa?:“Les prometo que esta vez voy a cambiar” dice –y el esta vez resuena poético, falaz, una media sonrisa sarcástica en quienes rara vez cambiamos-. Entonces viene lo más importante. El quid de esta disertación vaga en torno a la felicidad, que también es vaga. En el preludio discursivo de “Claramente” Chano expone su revisión de sentido de la canción, y subvierte sus significados a la luz de su reciente ímpetu de bienestar. La canción, tan desnuda como emotiva reza: “claramente Clara no me quería; no me elige y no me elegiría; cuando salga Febo haré mi vida; Clara no me quería”. Y Febo nos remite al colegio, a las mañanas frías, a todo lo que para mal o bien se ha ido. Entonces aclara: “pero lo importante acá, no es que Clara no me quería. Lo importante es que, cuando salga el sol yo haré mi vida; seguiré adelante etc.…” Ahí disiento. Ahí el discurso se aleja de mí, a pesar de agradecer la mejoría del músico. Porque ese discurso se infiltra en la canción, en su lógica, su atmósfera, para romperla. Sin caer en el maniqueísmo de asociar toda actitud negativa con el buen arte. Sin obviar los claroscuros. Si la canción hubiera sido rehecha, mandando a Clara a freír espárragos, subrayando el yo motivador, hubiera sido otra cosa, pero ese discurso precedente produce una disrupción; nos la vuelve amarga. Porque todo el pathos de la canción está puesto en la idea del rechazo, entonado en un ethos claramente dramático. La canción es una tragedia. No hay solución posible (al menos mientras nos es contada la historia) y todo el peso de la tragedia está puesto, justamente, en el verso “cuando salga el sol haré mi vida”, que resulta más una sentencia que una frase de aliento. Así debió sentirlo –pensamos- el estudiante rechazado, incluso: que Clara no lo elija es menos trágico que el hecho de tener que continuar viviendo, así como en la tragedia Áyax, de Sófocles, la deshonra, la vergüenza de un soldado resultan más trágicas que su posterior suicidio (lo siento, spoiler). ¿Significa esto que un verso alegre, o una canción, que un motivo alegre, no puede constituir una pieza artística? De ninguna manera. Fíjense en Songbird de Oasis; nada en su tono lacónico puede derribar su fundamento de canción feliz, de oda venturosa. Lo que pasa es que el universo de la obra tiene sus propias reglas. Poco importaría que, luego de ese lamento, Clara se encuentre con el estudiante, ya un poco gordo él, aburguesado, separada ella, no tan reluciente, y consumen su amor como una justicia que llega tarde, modesta, mientras no suceda en el tema (podemos pensar en una coda alegre, en un movimiento añadido pero la ejecución podría dar lugar a cualquier resultado). Uno de los pilares de las fortalezas del repertorio Tan biónica – Chano es la fragilidad expuesta. La felicidad entonces, la de la vida real, o mejor dicho la de Chano –porque no hay felicidad ni llanto generales- debe ser a priori o resulta amarga. La felicidad se siente discordante; rompe la estética de la pieza; estética a la que debe mucho nuestra precaria felicidad.
Borges.
En Borges la felicidad es abordada de soslayo –como en tantas canciones populares-, como quien no quiere la cosa; esto puede verse en uno de sus versos más terribles (dicho, sea de paso, como quien no quiere la cosa). En “El remordimiento” Borges confiesa –otra vez este verbo impúdico- de entrada: “he cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. El poema es de sencilla elaboración. Nada de frases rimbombantes ni símbolos. Están, como es usual, muchas de sus obsesiones: el culto a los antepasados, casi asiático (mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida; cumplida no fue su voluntad), la simetría carcelaria de las bibliotecas frente al coraje y el instinto, el olvido deseado. Es subrayable que quien diga no poseer valor sea capaz de una declaración semejante. Pareciera que nos repele. No querríamos estar en sus zapatos. No obstante, claro, quien indague su palabra empezará a sospechar. ¿Era tan sencilla y primordial la idea que él tenía de la felicidad como para situarla en una dicotomía de ausencia o presencia tajantes? ¿Acaso no vivió inmerso en sus más grandes pasiones, o felicidades? ¿No recorrió el mundo, del brazo de una señorita, subiéndose a globos aerostáticos, acariciando monumentos en lugar de estar postrado? ¿No cae en la falacia del que dice querer bailar, pero rechaza la invitación desde las sombras? En todo caso ¿es más feliz romper los propios límites o respetarlos? ¿En qué grado en todo caso? Y así podríamos seguir. Claro está que, como con la canción de Chano, la obra tiene sus propias reglas, su delimitación. Hay versos que, como filos, precisan del tono taxativo, inflexible. Suponemos que Borges, un poco como todos nosotros (aunque solo hay unos en el todo) fue feliz de a ratos, de a ratos infeliz, como también ninguna de las dos cosas, pero un grado mayor de veracidad debilitaría el poema. “He cometido lo que creo yo, es el mayor de los pecados. No he sido feliz, excepto de a ratos, en determinadas circunstancias, etc. Pero no tal como hubiera querido o debido” El verso se vuelve catarsis, tan frecuente en los talleres literarios contemporáneos. Una vez más, la obra es tirana, absoluta, cosmológica –excepto en el vasto universo de la novela o las sagas, pero es otro tema-. En cierta manera, es lo que se ha ido perdiendo en el terreno del arte como en la cultura social. Ya no hay absolutos: ni amores, ni imperios, ni héroes, ni perversos; y en la toxicidad eliminada se va también el asombro, el romance, esa capacidad sublime que ostentamos por sobre los demás animales: la de engañarse. Pero volvamos, ¿hay acaso verso más feliz en la literatura contemporánea? ¿Hay llamado más potente, arenga más conmovedora que la de Borges leyendo su poema, despacito, tartamudo, la vista blanca, sonriendo? “No hagan como yo” parece gritarnos, desesperadamente –aún cuando el yo que nos aconseja sea tan solo medio Borges; aún cuando insinúe que ciertas “tristezas” no están exentas de felicidades-.
La arenga, como ya dijimos, no es nueva en Borges (escribe este poema en La moneda de hierro, casi al final de su vida). Existe una tendencia en su obra –a grandes rasgos- a contraponer opuestos. De un lado, la biblioteca, la fantasía, los laberintos de la mente. Del otro, lo salvaje, el cuerpo, el hombre no culturizado, y sobre todo la valentía. Parece disociar incluso por completo el amor de la razón (“el tigre estaba hecho para el amor…”). En El sur, el secretario de una biblioteca municipal de Buenos Aires acaba teniendo –acaso en la irrealidad- un duelo a cuchillo para defender su linaje; incluso deseando ese duelo, llamando “una felicidad” a la posibilidad de morir así. Si no podemos creer que para Borges no hubiera felicidad en el intelecto tenemos que inclinarnos por la idea de dos felicidades; la otra, la salvaje, la inconsciente. La que sucede sin que nos demos cuenta. Aquella que en el recuerdo será caricia, amargura, o justificación final.