Dónde es el after: en búsqueda del placer colectivo

Por Belen Pretto

En ENSAYOS

 [Salida. Postpandemia. After. Fiesta. Música. Baile. Cuerpo. Placer]

Me preparo para salir. Quiero pasar una noche increíble, esa es siempre la expectativa, aunque a veces dudo. ¿Valdrá la pena el viaje? ¿Gastar plata? ¿Me voy a divertir realmente? No importa, después nos quedará una anécdota para contar. O no. Lo intento igual. 

En la plenitud del baile sentimos el placer que vinimos a buscar. Cerramos los ojos, nos dejamos llevar. Seguimos, bailamos, como si el sol no fuera a salir. Y cuando sale, vamos a buscar la oscuridad otra vez. 

Pensamos en cuánto queríamos disfrutar de una noche como esta. Música, diversión y, si pinta, alguna sustancia para potenciar el placer. Por unas horas nos olvidamos de la semana, de la rutina, de los problemas, del pasado. Bailamos. Cerramos los ojos. Por un rato, nos olvidamos de todo. 

Durkheim decía que esa efervescencia colectiva era necesaria para el ser social y que es una forma de comunicación y unión entre los seres humanos que estuvo presente desde el principio de la evolución de nuestra especie. En las fiestas, las personas entran en un estado de excitación emocional único, algo que no se suele sentir en otros ámbitos. 

Tengo que cumplir con mi rutina. Trabajo, exámenes, compras, deudas, insomnio, ansiedad, tesis, preocupaciones, más trabajo, tristeza, disminución del contacto social. Si hay mucho silencio, la mente empieza a hacer ruido y los pensamientos pueden ser devastadores. 

La caravana puede cumplir esa función de distensión mental: es uno de los estímulos a los cuales podemos acudir contra ese tipo de emociones tóxicas. Todos tenemos nuestras propias vías de escape mental. ¿Cuál es la de ustedes?

La idea sería encontrar un equilibrio: si evitamos todos nuestros problemas saliendo de fiesta, la presión estallará tarde o temprano. Cualquier exceso es nocivo y es imposible mantenerse en un estado de placer puro y disfrutarlo. El contraste es lo que va a hacer que nos podamos divertir de verdad. 

Liberar tensiones de vez en cuando ayuda a llevar la cotidianeidad un poco mejor. Básicamente, vivir es lo que hay, entonces la idea sería que nuestro paso por este mundo sea un poco más divertido. 

Pasamos gran parte de nuestra semana trabajando, estudiando o haciendo lo que tenemos que hacer para alcanzar cierto progreso que el sistema nos promete (que es moral y ético, y en teoría debería ser también material, pero eso es relativo). La cultura del trabajo nos exprime: es el imperativo para subsistir en este mundo, el deber ser de nuestra identidad social.

No hay muchas salidas: hay que ser funcionales al sistema igual. ¿No les parece ya un motivo suficiente para decir que salir de fiesta es una necesidad básica de supervivencia? 

Es una pérdida de tiempo

Middle Class. La plata nos alcanza justo. Destinamos parte de nuestros ingresos mensuales a la caravana: por algo trabajamos, nos lo merecemos. Pero la culpa a veces nos invade. Qué gasto tan innecesario para algo tan efímero. Podemos pensar también que en lugar de un gasto es una inversión (a nuestra salud mental, a la construcción de plataformas y vínculos sociales, de nuestra propia subjetividad, etcétera). Y bajo esa premisa, decidimos gastar tiempo y dinero saliendo sin pensar demasiado, y hay quienes lucran con las fiestas aprovechándose de ese estado de excepción en el que entramos. 

Cuando se termina el fin de semana, después de una noche intensa (o dos, o tres), la dopamina baja. Entonces, podemos sentirnos mal por haber salido, perdido el tiempo o dañado nuestra salud, porque no aguantamos la resaca, postergamos algo que teníamos que hacer, etcétera. En definitiva, porque no destinamos ese tiempo a la realización de nuestros objetivos personales. 

En el siglo XX, el sociólogo Max Weber ya criticaba este tipo de discursos que ponían al “orden de los placeres” como una “amenaza” o “tentación” que podía desviar al sujeto de las metas de su realización. 

La pérdida del tiempo es un pecado: según el discurso de la modernidad, la vida es demasiado corta para “afianzar” nuestro destino y dilapidar el tiempo en fiestas (tabernas, si usamos palabras propias de su época), o incluso durmiendo más tiempo del que la salud lo necesita (más de ocho horas por día) es absolutamente condenable desde el punto de vista moral. 

El sistema capitalista -dice Weber– nos construye como buenos ciudadanos basándose en dos elementos fundamentales: el cumplimiento de las normas persiguiendo fines económicos, y la obtención de títulos para poder acceder al mundo laboral. 

El extractivismo capitalista impone que las acciones que no estén dirigidas a un fin productivo o de acumulación, no sirven. Por eso, salir de fiesta aparece como una pérdida de tiempo, como algo inútil. 

¿Por qué salimos a bailar?

Víctor Lenarduzzi, en su tesis Placeres en Movimiento, explicó que el propósito de bailar colectivamente es buscar un “trance”, entrar en una relación física con los otros y “producir experiencias sensitivas y afectivas, que pueden ser efímeras, pero también intensas”

Simon Frith en su libro Performing Rites teorizó que la función social de la música es la de “organizar nuestro sentido del tiempo” porque logra “intensificar nuestro sentido del presente”. La música que nos hace bailar nos saca de eje y nos traslada hacia un lugar diferente que no encontramos en otro contexto de nuestra vida cotidiana. 

Cuando bailamos tenemos la sensación de que estamos viviendo ese momento con más intensidad, como en un mundo de ficción que no deja de ser tan real como el que habitualmente experimentamos, aunque se definen por oposición

Bailar, viajar con la mente a otro lugar y que no nos importe más el afuera.

El autor de Placeres en Movimiento dice que en la rutina nuestro comportamiento es rígido y sólido; pero en un contexto dance se “desarticula”. El baile altera los cuerpos, que son estimulados por el sonido, los roces, los movimientos. 

El foco en esta teoría es que la música nos brinda una experiencia del tiempo que está sucediendo ahora, y cuando bailamos, estamos sumidos en un tiempo en el que yo también estoy siendo. Construimos nuestra propia subjetividad.

Lo que sucede en esos momentos de baile y placer no se sienten con angustia “por lo efímero de la existencia”, sino más bien “con euforia por vivir”. Bailemos, vivamos intensamente el momento, que por un rato no existe más el afuera.

Podemos escuchar esa misma música buscando el set en YouTube, pero el objetivo de la fiesta y de bailar -explicó Lenarduzzi– es la experiencia colectiva, el estar-juntos-con-la-música, la interacción, el movimiento, el contacto. Ahí es donde se gesta algo único, donde construimos colectivamente el placer que vinimos a buscar. 

No se trata solo de salir, sino de lo que somos capaz de hacer cuando estamos todos juntos. Tenemos el poder de crear un entorno distinto, un mundo de ficción real (por más paradójico que suene) y de entrar en un trance hermoso. El lunes arranco diferente, mejor.

Voy a seguir haciendo lo que tengo que hacer, la rutina y el trabajo, rebelarme a esta altura me da bastante paja. Voy a seguir saliendo de fiesta de vez en cuando, hasta lo que mi cuerpo y economía aguanten, y esa va a ser mi resistencia. 

Quiero bailar por horas sin pensar en nada, dejar esa mochila en la puerta del club y entrar súper liviana, volando. Y cuando salga, quizás la agarre de nuevo y me vaya a dormir; o quizás quiera hacer perdurar ese trance colectivo, camine un rato alrededor de la gente desorientada, desalineada, la que todavía sigue envuelta en ese placer con intenciones de prolongarlo. Nos miramos, tiramos un par de mensajes, seguimos unidos y evocamos la pregunta. Algunos la evitan, pero no está mal hacer una excepción de vez en cuando: 

¿Dónde es el after?