[Heartstopper. Sexualidad. Ternura. Alice Oseman. Netflix. Adolescencia. Colegio. Bullying]
Siempre llego tarde a las series. Vi Chernobyl casi un año después de su salida y Breaking Bad, lo confieso, está en mi lista de espera para ser terminada desde hace dos años. No se confundan: no es esnobismo frente a lo mainstream, es algo menos petulante. Me olvido. Desde que no tengo televisor, a causa de una mudanza, casi no miro series o películas. El resultado es que termino viendo producciones audiovisuales cuando ya nadie tiene ganas de hablar sobre ellas: mi experiencia de lo multimedia roza lo casi melancólico, porque siempre hablo en mi presente de lo que para muchxs ya no es sino pasado. Pero esta vez, debo decir, fue diferente. La insistencia de mis amistades para que viera Heartstopper ya rozaba el carácter de una amenaza. En un mundo hiper conectado es imposible no saber lo que aún se desconoce, y los memes hacían lo suyo spoileando: es una serie de dos adolescentes gays, europeos, blancos y de situación económica muy cómoda. Qué novedad, ¿no?
Un viernes por la noche decidí verla. Sabía, según me habían relatado esas personas de tinte mafioso que se hacen llamar “mis amigxs”, que cierta representación de la diversidad en esta serie iba a ser un poco diferente al producto de consumo que prolifera: la tragedia no iba a estar presente. La mayoría de los metrajes siempre suponen para los gays finales donde lo funesto (en un sentido amplio) es una constante. Mucho se ha pensado sobre eso: ¿qué final feliz nos cabe esperar a las disidencias, en particular, a nosotros los gays, si sólo el terror se avizora como tiempo posible? Si bien la desdicha suele despuntar como un futuro prometido por ciertos directorxs de tv y cine para nuestra vida, esa tragedia a veces toma otro nombre que a algunxs nos da un particular temor: normalidad. Los nuevos finales felices de la diversidad suelen consistir en permitirnos formar parte de la sociedad que antes nos mataba: ahora podemos comer perdices, es decir, tener un final feliz como lxs héterxs lo tienen. Parejas mono-normadas, con proyectos de vida que incluyen trabajos estables, casamientos, casas o departamentos propios y demás cosas por el estilo es el nuevo final que nos prometen a quienes no somos héterxs (con el único requisito de ser parte de una clase media-alta porque sólo en la diversidad bien pudiente la felicidad puede brillar). Lo que para muchxs hoy parece optimismo y tolerancia, es también para otrxs un tipo de tragedia. Y sí, Heartstopper tiene todo eso. No es una serie que problematice la diferencia más allá de situarlas en el esquema de un romance clásico: tiene todos los signos de una historia de amor heterosexual y monogámica. Por eso me acerqué con reparo, porque sentía que algunas cosas transmitían un mensaje que jugaba en contra de la propia promesa de la serie. Pensaba ver solo un capítulo porque los comentarios no me entusiasmaban mucho pero terminé viendo de una sentada los ocho episodios. Es cierto que su formato corto ayuda bastante: series que duren hora y media con 1904 temporadas no son muy rendidoras en un momento donde el consumo instantáneo y poco complejo es la demanda por excelencia. Pero por fuera de todo este prolegómeno de aguafiestas que parece propio de un grinch (el cual, por cierto, es mi segundo nombre) debo decir que la serie me gustó. Y debo también confesar que vi esos ocho capítulos de un tirón porque tenía algo más que una corta duración: había recuerdos de lo que nosotros, los putos viejos o adultos de un pueblo del interior cordobés, no pudimos vivir.
Nosotros no pudimos experimentar historias de amor estudiantil. La prohibición, la violencia mayúscula y una agresiva presunción de heterosexualidad eran las constantes de quienes amábamos en la escuela de una forma “poco normal”. No pudimos soñar con amores. No tuvimos un pasado ideal: nosotros no pudimos imaginarnos un “príncipe azul”. Esta es, creo, una peor tragedia que la vida feliz hetero que hoy nos prometen: es la condena a pensar que “felicidad” y “futuro” no van de la mano para la diversidad. No pudimos imaginarnos el amor. No podemos casi recordar miradas cómplices en el aula, que nos carguen de forma no burlona con un compañero de curso, o pasar el recreo con ese amor que, tal vez, se evaporaba al terminar sexto año pero que parecía eterno durante el ciclo escolar. No tuvimos eso y, duele aceptarlo, nunca lo tendremos. Heartstopper permite un vistazo a ese pasado que muchos no tuvimos, una mirada a esa promesa de felicidad que se quedó en la nada, en alguna parte del aula. Hoy esos gays adolescentes somos grandes: lejos quedan los tiempos de un amor estudiantil y para muchxs el nombre de nuestro pueblo es una mala palabra y un pasado al cual nunca volveríamos. Por eso creo que vi esos capítulos de un tirón, porque en esa serie había algo del pasado de muchxs, de las promesas que quisimos, pero quedaron ocultas para nunca florecer. Verla fue reconocer que ya es tarde para nosotrxs, pero que también vienen otrxs a buscar ese sol que nos prometimos hace mucho tiempo vivir.

En esos pocos episodios había un aire de ternura, una forma de imaginar una salida casi inocente, irreal por ciertos momentos, al mundo hostil que vivimos los gays, pero al menos lo intentaba: proponía que la ternura puede, incluso, generar un cambio radical en quien decide pasar por ella. No es menor señalar que el público destinatario de la serie no somos los treintañeros sino la juventud. Que se les comparta que pueden ser amables con ellxs mismxs cuando se están preguntando quiénes son no es poca cosa. Si ya hay demasiada violencia afuera, esa amabilidad para con nosotrxs debe ser un pilar fundamental desde donde construirnos (y reconozcamos que muchos crecimos en pueblos y contextos donde la pregunta sobre quiénes éramos derrochaba varios sentimientos y ninguno poseía un cariz de amabilidad). Pero no sólo fue ese cariño en la serie, de tinte casi idealista, lo que se presentaba como irreal a la vez que necesario en nuestra realidad, sino que la nulidad del sexo a la hora de vincularse abría algo conocido a la vez que extraño en la pantalla. Las representaciones de la diversidad, y sobre todo cuando de lo gay adolescente se trata, hacen foco en el sexo como casi nuestra única actividad existencial. Los gays también pagamos el monotributo, hacemos las compras y, aunque no se crea, cumplimos funciones biológicas básicas como intercambio de gases o la síntesis de proteínas, pero parece que esas actitudes poco hedonistas no son redituables para una industria que ha hecho del sexo un lugar más donde colocar las exigencias del consumo neoliberal. Sin embargo, Heartstopper ofrece otro punto: el amor no siempre incluye coger. Algo absolutamente aceptado por casi todxs, pero que se vuelve dudoso para incluso parte de una comunidad que aún desconoce y critica la asexualidad: que la A que lxs caracteriza ni siquiera esté en la sigla principal que intenta agruparnxs a todxs las disidencias no es un mero gesto. No, no todo es sexo y no es algo malo que así sea.
Sumado a un tipo de narrativa que permite alojar la asexualidad como forma legítima de deseo, también el tratamiento de la bisexualidad es interesante. Decirle a la juventud que hay más orientaciones que hetero o gay les permite abrirse a formas de vida más hospitalarias consigo mismxs que superen el forzado dualismo de la cultura que nos rige. Pero me quedo con cierto gesto casi infantil, pero no por eso menos poderoso: la mayoría de quienes vimos la serie nos pareció tierna. ¿Qué designa esa palabra, ternura? Cuentan las leyendas que Ashoka, un gran gobernante de la India, dejó de ser un violento asesino cuando un monje budista le pidió que con el gran poder que pretendía resucitara a un niño que sus soldados habían asesinado. A eso le llamo “ternura”, al shock que nos genera cuando nos dejamos interpelar por aquello que la masculinidad agresiva ha tildado de débil sólo porque le teme, porque reconoce su poder transformador. Marguerite Yourcenar decía que hay una palabra en sánscrito para designar el mal y que la misma también refiere al no abrirse a lxs demás, a cerrarnos sobre nosotrxs mismxs. En cierto modo, la serie me recordó aquel gesto del monje contra Ashoka: el poder de la ternura cuando de modificarnos a nosotrxs mismxs se trata. Porque la serie no me habla a mí, le habla a lxs que vienen a mis espaldas, a lxs más chicxs, y les comenta lo que la filosofía ha dicho en varias ocasiones: el verdadero poder reside no en quienes transforman el mundo, sino en aquellos que se permiten ser frágiles, porque quienes se pueden transformar a sí mismxs son capaces de hacer algo con el mundo. La ternura supone un tipo de apertura a lxs demás que no cualquier actividad humana posee. Nuestra forma de vincularnos suele estar protagonizadas por actitudes y haceres varios que potencian un narcisismo que nos oculta a esx otrx que decimos ver. Actuando de esa manera no hacemos otra cosa que buscar, como supo decir Tarkovsky en Solaris, un espejo donde vernos sólo a nosotrxs mismxs. Tal vez le pido mucho a la ternura cuando digo que puede romper el monólogo de Narciso, pero le reclamo lo que sé que puede hacer: si hay algo que salvó a la disidencia del Terror fue la ternura que pudimos conjurar. Ese abrirse a un otrx implica, casi siempre, una desprotección en quien lo hace. No es esto una advertencia, sino un recordatorio que creo la serie sostiene: la ternura también nos exige, cuando se nos entrega, responsabilidad.
Al principio pensaba que en la serie casi no se cuestiona el bullyng. Sí, se muestra como una realidad muy nociva, pero todo parecería indicar que nuestra única salida es irnos a llorar solx, como algunxs de sus personajes lo hacen, a un cuarto apartado de la vista. Pero luego recordé las cofradías que generábamos para sobrevivir en las trincheras de guerra que podían ser las aulas en los ´90. ¿Qué hacíamos nosotrxs contra el bullyng? Incluso lxs mismxs docentes nos decían que era nuestra culpa por “ser muy calladxs”. No había capacitación alguna y el aula era, casi en todos lados, otro lugar donde las lógicas de la heterosexualidad arrasaban con la tierra y dejaban sal para que nada creciera, para que nosotrxs no creciéramos. La conocida frase de Calvino sobre el cielo y el infierno me venía a la mente: nos las arreglamos y, sin saber cómo, los gays generamos un paraíso en medio de una tormenta de azufre. No intentamos cambiar el mundo, como supo decir Clarice Lispector sobre el escribir, sólo buscamos, como pudimos, florecer. Las cofradías que hicimos, los lenguajes que inventamos para evitar esa violencia atroz que, sabíamos, no iba a cesar, serían largos y difíciles de explicar para quienes no tuvieron que vivir la tormenta porque, como bien dice Charlie en la serie, “no lo entenderían: no son gays”. El mundo es hostil, como dice una amiga, pero por suerte la amistad y los amores nos salvan.
Ver la serie fue reconocer que nuestro pasado queda lejos, para bien y para mal. Allá permanecen nuestras esperanzas de un amor primaveral. Sí, la vida tiene ese toque trágico donde lo pasado es irrevocable. Borges decía que era lo único que podía modificarse o resignificarse, porque el presente es casi un engaño y el futuro un desconcierto absoluto. No sé si el pasado puede ser de otra manera, porque las promesas de vida son muy pesadas de remontar y, así como las palabras se vuelven tumbas de experiencias, también el tiempo fosiliza lo que una vez era posible vivir como nuevo. Pero sí sentí al ver esta serie cierto alivio al reconocer que ya no es mi época: ese sol que nunca tuvimos está cada vez más cerca para muchxs que hoy sí están. El comic en el cual se basa (sí, me leí el comic entero) no sólo trata de una historia de amor estudiantil: también habla de la necesidad de buscar ayuda cuando algo nos sobrepasa, de que las relaciones amorosas co-dependientes no son buenas y que, aunque parezca, el amor no lo cura todo. Saber lo que hay que cambiar, saber lo que se puede y lo que no es parte una historia que le habla a lxs adolescentes, pero de costado nos hace guiños a quienes quisimos vivir esta ficción como parte de nuestro secundario. Depende de nosotrxs, lxs que no pudimos florecer a tiempo, hacer lo imposible para que no se les niegue a quienes hoy están creciendo la posibilidad de, sí y aunque suene gracioso, cliché, mono normado y dudosamente progre, “imaginarse un príncipe azul”.
Esas promesas que no pudieron florecer en nosotrxs pueden hacerlo en quienes ahora crecen, en quienes ahora ocupan nuestras sillas y nuestros rincones en el aula. Esta serie me recordó con delicadeza lo que no pude y lo que aún tenemos que hacer. Pero sobre todo me hizo pensar que el amor que no pudimos tener nosotrxs puede florecer hoy en quienes van a una escuela.