por Santiago Miranda
Una vez leí en una nota de un diario español que William S. Burroughs había asesinado accidentalmente a su esposa cuando los dos, borrachos, quisieron emular con una pistola el famoso truco de “la manzana sobre la cabeza” de Guillermo Tell. La bala terminó en la cabeza de Joan Vollmer, no en la manzana. El mismo artículo revelaba que Burroughs había sido un duro adicto a la heroína y un homosexual reprimido, a la vez que lo proclamaba como un genio y uno de los grandes escritores norteamericanos de siglo XX. Sabía que junto a Allen Ginsberg y Jack Kerouac formaba parte de la “Generación Beat” (un movimiento literario de los 50° que influenció a Dylan, Warhol, Bowie y, en fin, a toda la contracultura de la década siguiente), pero desconocía por completo su faceta de “escritor atormentado”, uno que cargaba con el peso de un accidente fatal, adicciones y mucho dolor. Esa imagen se quedó fuertemente pegada en mi cabeza. Supongo que, por eso, desde que me inicié en la lectura, William S. Burroughs fue uno de esos autores que instantáneamente incluí en mi lista imaginaria de debo leer.
Hace poco tiempo tuve mi primer contacto con la obra de Burroughs. Después de preguntar ocasionalmente por sus novelas en un par de librerías sin ningún éxito, descubrí por casualidad uno de sus libros en la pequeña biblioteca de mi tío: pegada a En el Camino de Kerouac (o al menos eso recuerdo) estaba la edición de bolsillo de Yonqui. La ojeé y la dejé nuevamente en el estante. Tiempo después se la pedí prestada y la llevé a mí casa.
Burroughs nació en 1914 y ya lleva 20 años muerto (en la fecha de su fallecimiento yo era apenas un embrión). Yonqui se publicó en 1953 y es su primera novela en solitario. Como insinúa su título, trata sobre drogas: Junk refiere a los opiáceos destinados a pincharse y “yonqui” (junkie en inglés) a los adictos a estos narcóticos. Por aquel artículo español supe también que Burroughs tenía un álter ego, al que llamó William Lee, y que sus primeras publicaciones las firmaba bajo este seudónimo. Así lo hizo con esta obra, escrita de manera semi-autobiográfica y protagonizada por el mismo Lee. La novela narra en primera persona su historia de adicción, la de un hombre de clase acomodada que comienza a tomar drogas en la Nueva York de los 40′ y queda enganchado.
Lo cierto es que el tema de las drogas siempre ha despertado mi curiosidad. No por la sustancia en sí, sino por la intrincada relación que los individuos establecen con ésta, en un complejo trasfondo que articula a las drogas, los consumidores, y la sociedad. Creo que es por eso que las palabras finales del prefacio me lograron atrapar: “La droga no proporciona alegría, ni bienestar. Es una manera de vivir”.
¿Y qué es tener a las drogas como forma de vivir? Dice Burroughs: cuando uno es adicto, “todo lo demás carece de importancia. La vida queda enfocada hacía la droga”. Incluso aunque el yonqui crea que la sustancia sólo ocupa una parte accidental de su rutina, la verdad es que ésta lo es todo: los narcóticos imponen sus condiciones. La vida del yonqui transcurre de un pinchazo al siguiente; sólo inyecciones, el resto es espera.
Debo confesar que nunca leí el libro Trainspotting (Irvine Welsh), pero la versión cinematográfica que llevó a cabo Danny Boyle es una de esas películas a las que vuelvo todo el tiempo. Y mientras leía Yonqui, me era imposible no pensar en la cinta de Boyle. Y es que el paralelismo entre las dos me resultó muy notorio: ambas van por el camino de la experiencia directa, la drogadicción en carne propia, la mirada del yonqui enfrentada a la sociedad y su moral, que no lo comprenden. De hecho, cuando Burroughs describía los pinchazos y las agujas, la sangre y la suciedad, la decadencia del adicto, de manera inmediata se me venían a la mente las imágenes de Mark Renton y su banda de heroinómanos. Incluso podía imaginar a los protagonistas de ambas obras conversar entre sí, sentados en el piso de un cuarto mugroso antes de pincharse.
Sin embargo, mientras Trainspotting transcurre en un Edimburgo podrido a finales de siglo, Yonqui lo hace en la década de 1940, en Nueva York. Desconocía que en esos tiempos existiesen las drogas de las que se habla en la novela, quizás porque en esa época la heroína, la morfina y la cocaína no gozaban ni con un gramo de la popularidad que alcanzaron años después y, por lo tanto, circulaban en espacios más reducidos. Los yonquis que retrata el libro son personajes que se mueven en los márgenes de la sociedad, se escapan de la ley y comparten el bajo mundo en las calles de la Gran Manzana junto a otros excluidos: prostitutas, pungas, maricas y dealers. Todos personajes que terminaron inundando la ciudad y fueron objetos protagonistas de las canciones de The Velvet Underground y la vanguardia neoyorkina de las siguientes décadas. La droga comenzaba a ganar terreno en los Estados Unidos y con ello las políticas restrictivas, iniciadoras de un período de paranoia general sobre los narcóticos, que culminó en “la Guerra contra las drogas”.
Al finalizar su lectura, comprobé que Yonqui es, más que todo, un diario personal. El libro no aspira a un juicio de valores, no se trata del bien o del mal, es simplemente un relato de experiencia, un hombre expresándose de manera casi catártica sobre su adicción. Lo que impacta es la crudeza con la que está escrito. Burroughs da cuenta de la drogadicción como sólo el propio adicto puede hacerlo, distante de la mirada prejuiciosa a la que estamos acostumbrados, aquélla que busca enjaular al yonqui en lugar de tratarlo o prestarle ayuda.
Con un lenguaje simple, directo y detallista, Burroughs logró sumergirme en la realidad del adicto: cada página se volvió un pinchazo, un loop constante, un círculo interminable de anécdotas que giran alrededor de la eterna desgracia del yonqui: “una vez yonqui, siempre yonqui”.