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We stuck in La La Land,
even when we win we gone lose
–Jay Z, Moonlight
por Santiago Miranda
El verano llega y se va como la época más fastidiosa y atractiva del año. Tres meses en los que coqueteamos con las vacaciones pretendiendo disfrutar el descanso anual entre la falta de aire, la humedad agobiante y el sudor pegajoso. Y como para seguir sumando atributos, acá en el lado sur del globo la estación del sol y el calor coincide con el desarrollo de uno de los rituales preferidos de la industria internacional del entretenimiento, el cine, la música y la TV. La temporada de premios se propicia como el momento perfecto para que entre un squad de ventiladores nos acomodemos en el sillón listos para ser sodomizados por un bombardeo marca TNT de alfombras rojas que se alargan y estiran desde enero a marzo como el denso rollo de una película de gángsters irlandeses. Una season que este año se despidió con una pequeña sorpresa que se tradujo en una especie de alegría colectiva que muchos todavía nos preguntamos qué significa.
Sí, todos estamos muy felices y contentos porque la coreana Parasite se llevó LA Estatuilla, primera vez en la historia que un film de habla no-inglesa consigue quedarse con el Oscar a Mejor Película. El antecedente más inmediato de este logro incumplido había sido la Roma del mexicano Cuarón, que el año pasado se llevó el disgusto de perder en la máxima carrera frente a la livianita y complaciente historia-de-racismo-narrada-por-blancos Green Book, obedeciendo a la sentencia histórica y una de las máximas no dichas de los Academy Awards: la mayor conquista a la que pueden aspirar las no-inglesas es la de Mejor Película Extranjera, y/o a lo sumo el/la director/a se lleva una palmita en la espalda en su categoría. Es eso o nada; el doble premio a mejor peli, only in your dreams.
Bueno, aquí estamos ahora y resulta que los sueños sí se cumplen y ante todo pronóstico la cinta de Bong Joon Ho rompió finalmente con la maldición de una ceremonia que en su edición 2020 ya se apuntaba como una nueva entrega de los #WhiteOscars (en las categorías de actor principal y de reparto, por ejemplo, brilló la a ausencia en las nominaciones de Eddie Murphy tras su gran performance en Dolemite o incluso la del mismo Song Kang Ho de Parasite, cuando sí estuvo nominado – y con todo respeto- el pancho de Pryce). Pero la gala sorprendió: desde el primer momento con el show de apertura de la artista negra y queer Janelle Monáe, en cuyo número exclamó “It’s time to come alive, because the Oscars is so white!”, y el monólogo inicial de Chris Rock y Steve Martin, que se acercó más a la incorrección de Gervais en los Globos de Oro que a la solemnidad y el prestigio (esteem es la palabra que Ricky usaría) que acostumbra la Academia, hasta el final con el 2×1 dorado que se ganaron los coreanos (cuatro en realidad, porque Bong también se llevó la palmadita de director y mejor guión original), la ceremonia 2020 terminó siendo un refresh de cutis (uno con bastante botox a esta altura) para el Oscar en miras de renovar su imagen para la nueva década. Lo que lleva inevitablemente a la pregunta que muchos nos hacemos: ¿significa esto realmente el inicio de una nueva era para Hollywood o es solo una movida estratégica para contentar a la audiencia?
El primer indicio a una respuesta lo podríamos encontrar en el mismo cierre de esta noche cuasi-perfecta cuando a The Academy se le escapó una de sus mañas favoritas: mientras el elenco de Parasite daba sus agradecimientos, la organización consideró que se estaban pasando de tiempo y decidió interrumpirlos bajando las luces del escenario, acto que fue detenido a los gritos por el público presente. El asunto se tomó sin demasiada seriedad y se disolvió entre las risas, los aplausos y la complicidad heroica de Charlize y Tom tras haberse parado de frente por sus colegas indefensos del otro continente. Pero el episodio logró retomar y hacer patente esa trama en la que parece que en este mundo nunca se puede ganar del todo, que la victoria que tanto costó nunca puede estar despojada de ese sabor amargo que nos hace dudar sobre si realmente es una victoria, algo de lo que Hollywood ya nos hizo costumbre y cátedra y cuya expresión máxima se dio hace algunos años con el acto fallido que todos recordamos – y recordaremos – como “aquella vez en la que La La Land ganó, pero al final no y así empañó a la pobre Moonlight”.
Sí, ya sé lo que están pensando: ¿a quién le importa quien se lleva el galardón en tanto veamos a nuestro galán eterno obnubilado por el discurso de la ex que todos amamos? Porque sabemos de qué va la cosa: acá no (siempre) gana el mejor y todo se maneja de acuerdo a los deseos de unos señores acaudalados, cuya tarea primordial es la de organizar una fiesta en la que aseguren la mínima presencia de unas cuantas celebrities clase-A (aunque una que otra colada hay) y en donde se suelen premiar a los films que no se alejan demasiado de sus expectativas y valores, mayoritariamente producidos por las grandes compañías que dominan el circuito cinematográfico comercial. Además, ya de por sí la idea de dar premios en todo ámbito que involucre evaluar y comparar arte o cultura es dudosa, demasiado arbitraria y, digamos la verdad, un capricho que genera más caprichitos y quejas inacabables sobre quién ganó o no, quien lo merecía verdaderamente, etcétera, etcétera. Son, entonces, una excusa.
En todo caso, podríamos decir que no, ser benévolos y fingir nobleza con el propósito de las premiaciones como el de “reconocer el maravilloso trabajo y talento de-”. Pero, en serio ¿qué sentido tiene si luego de más de veinte años de trabajos fantásticos a DiCaprio le dan la estatuilla porque se lo c**** un oso en pantalla? (creo, perdón es lo único que recuerdo de The Revenant). Y ahí diremos también que la Academia se mueve en torno a la presión y las expectativas de la audiencia, asunto que se ha dado especialmente esta década respecto al tratamiento a las minorías (y con este término me refiero a cualquiera que no entre en el combo hombre-blanco-heterosexual-norteamericano, como el buen Leo). En la era de Twitter y el #MeToo, Hollywood se vio obligado a moverse entre la mugre que rebalsó por debajo de sus estrellas de pavimento con la corrección como máscara, tomando como ejemplo de sí mismo, entre otras cosas, a la decisión de no hostear los Oscar tras el caso Kevin Hart (a Kevin le saltaron unos tweets homofóbicos publicados en 2010), cuya moraleja final fue: “No hay nadie tan puro como para conducir este evento, así que nadie lo hará!”. Pero lo cierto es que en lo concreto desde la victoria de Kathryn Bigelow hace once años, sólo una mujer estuvo nominada en el rubro direccional en la década (Gerwig, quien también fue el snub de este año). En contraparte, se puede debatir que los galardones se lo llevaron en su mayoría los latinos (mexicanos) Del Toro, Iñárritu y Cuarón, pero la realidad es que todas fueron películas producidas en Estados Unidos y con elencos del mismo tipo. La excepción fue Roma y el hecho de que no haya podido alcanzar la gloria máxima marca que existe una validación, pero hasta un determinado punto. Entonces los premios son otorgadores de legitimidad, pero por sobre todo, limitadores de ella, generadores de una tensión ambigua con los discursos que reconocen y con quienes los producen.
Un caso reciente de esta tensión se dio del lado de la industria musical en los últimos Grammys. Es que probablemente sea esa misma ambigüedad la que atravesó Tyler The Creator, quien tras recibir el premio a Mejor Álbum de Rap por su género-rupturista ‘Igor’ le confesó a la prensa que se sentía muy agradecido y halagado por el reconocimiento, pero al mismo tiempo revelaba una gran incomodidad por haber sido relegado a una categoría que contiene en sí un sesgo racista: “Apesta que cuando nosotros -y me refiero a personas de mi aspecto- hacemos algo que tuerce los géneros siempre es puesto en la categoría de rap o urbano. Es sólo la forma políticamente correcta de decir la palabra con n- ¿Por qué no podemos estar nominados en pop?”. Lo de Tyler cayó como un comentario particularmente acertado en el marco de la explotación que ha sufrido la comunidad afroamericana desde el entertainment en los últimos años. Gran parte de sus valores (especialmente los artistas de hip-hop) han sido las figuras que han protagonizado el mainstream de toda la década. De hecho, la misma noche de los Grammys coincidió con el día del fallecimiento de la megaestrella de la NBA Kobe Bryant y la gala funcionó como un homenaje hosteado por Alicia Keys y con apariciones de artistas como BOYZ II MEN, todos enfocados como deidades; y sin embargo, en cuanto a las premiaciones, la gran victoriosa de la gala fue Billie Eilish (nadie dice que su álbum no se merecía el galardón por sobre el de Tyler o el de Lizzo -repito, comparar arte siempre es discutible-, pero el hecho reiteró una constante de Taylor’s Swift y Adele’s por sobre Beyoncé’s y Kendrick Lamar’s), revelando el clasismo de una industria que arma fiestas de la diversidad para el show y el espectáculo, pero a la hora de los reconocimientos parece siempre caer en las mismas caras pálidas.
Con todo esto en mente: ¿por qué debería importarnos lo que sucedió con Parasite? En primera instancia, quizás no debería. Sabemos entonces que las premiaciones nos permiten dar un vistazo, revestido y perfumado, de cómo opera la industria, quién despliega un accionar en el que nos demuestra saber cuando frenar y esperar, cuando conceder y validar, cuando frenar de nuevo y, por sobre todo, cuando sorprender, como un cuerpo que se adapta y cambia de color a su conveniencia. Lo curioso es que con esa mecánica de disfraz todavía sabe cómo atraparnos, al menos lo suficiente para saber de su existencia: la magia del entertainment yace en que es tan capaz de indignarnos como al mismo tiempo provocarnos una sonrisa con sus sketchs bobos, enternecernos con sus historias de amor (hasta las más medio pelo), hacernos fabular con sus vestidos de Prada a medida y sus trajes eco-friendly, emocionarnos con sus discursos y homenajes hasta las lágrimas (awantia) y hacernos festejar un premio (merecido al fin) con la euforia propia de unos hinchas enardecidos; todo el torbellino de sentimientos encontrados que sabe y ama generarnos.
Sin embargo, en esa contradicción es donde también podemos encontrarle una falla. Si toda esa lógica yace por detrás de las ceremonias, ¿deberíamos restarle importancia a la victoria de los coreanos o incluso a la propia película? ¿habría que hacer lo mismo con Tyler, su performance y sus palabras a la prensa de los Grammys? Por el contrario, debemos tomarlos como testimonios que guardan el valor de demostrar que esto no se trata de un campo monológico ni mucho menos determinado. Incluso si desacreditamos a los propios artistas como actores bajo la idea de que no viven ni comprenden las desigualdades reales de las personas comunes por su status de celebrities de plástico (véase Ricky en los GG 2020), aún nosotros como público sí somos capaces de resignificar sus discursos. Como vimos, no se trata de ser inocentes, sería iluso preguntarnos quiénes son los que dominan verdaderamente la industria (si los artistas o los que le dan los cheques), sino de creer que en ese juego, en ese tira y afloje de legitimidades y validaciones, un espacio, por más pequeño que sea, se termina por ganar. Al final nunca se trató de obtener una estatuilla dorada, sino de comprender lo que ella puede significar para quienes representa. Es eso o nada.
En cuanto a si se trata de una nueva era para Hollywood, los Grammys y las premiaciones, lo más probable es que no. En los próximos años podremos ser testigos y observar si las cosas siguen funcionando de la misma manera. Será muy interesante (y divertido) ver, por ejemplo, cómo se las van a arreglar los Oscars cuando se de la aparición definitiva de figuras no binarias en escena y haga obsoletas a las ternas distinguidas por géneros.
Si bien lo que suceda a futuro es aún incierto, alguna idea ya nos podemos hacer. Y es que los tiempos cambian, diría el viejo Bobby, pero tal parece que las lógicas de los poderosos not as much. Igual a quién le importa, después de todo es sólo un premio, ¿no?